La impresión primera es de no saber dónde mirar. Vieira siempre nos remite al laberinto. No puede evitarse pensar en las vías, esas líneas definidas que cruzan la dimensión de sus telas y se entreveran, se interrumpen, se cortan, se tuercen, cambian el rumbo; líneas que parecen haber nacido para rectas y haber sufrido, en algún punto del camino, un percance, algo que las redirige o las troza y que las hace ir hacia donde jamás pensaron.
No uso la prosopopeya ingenuamente. Las líneas se piensan según el parámetro desde el cual quien las mira piensa. Lo cierto es que se tiene esa sensación de azar cuando se miran con alguna lentitud. Como una doncella educada para tener una vida respetable y conservadora que, un día, se encontrara con una pasión o una tragedia (dos formas de la misma cosa, en realidad) o un accidente o un giro tal vez anodino en apariencia pero después del cual no será ni podrá ser la misma.
El famoso ojo único que observa el cuadro y determina las relaciones geométricas entre las figuras representadas, dando al plano la ilusión de espacio ideal, se multiplica aquí y se convierte en plétora de ojos que, desde diversas distancias, miran --producen-- un objeto supuestamente simple, supuestamente estable, supuestamente real.
No se trata del aleph borgiano...
(Continúa)